Elizabeth Báthory: belleza y sangre




"En el otoño de 1609 una joven de doce años gravemente herida fue encontrada en Csejte, una aldea del oeste de lo que ahora es Eslovaquia. La joven decía que escapaba del castillo de la familia Báthory, amos y señores del feudo. Sangrando profusamente por los agujeros que tenía en todo su cuerpo, la joven pedía ayuda arrastrándose por la calle, pero los pobladores -temerosos- apenas se acercaban. Sabían que no debían entrometerse en los asuntos del castillo.
No pasó mucho tiempo hasta que fue capturada por Dorottya Szentes y Helena Jo, las asistentas personales de la condesa Elizabeth Báthory, viuda de Ferenc Nádasdy y perteneciente a una de las familias aristocráticas más importantes de Hungría, cuyo imperio se extendía hasta esta región de Transilvania. Dorottya y Helena atraparon a la joven y arrastrándola por los cabellos la metieron en un carro y se la llevaron de vuelta al Castillo de Csejte.
Vestida sólo con una larga túnica blanca, la condesa Elizabeth le dio la bienvenida a la pobre niña: le hablaba con tono dulce pero metía sus largas uñas en cada una de las heridas, hundiendo su dedo… Dorottya y Helena zamarrearon a la muchacha, le arrancaron las ropas y la metieron en una especie de jaula. Esta particular jaula era una invención de la condesa, que la había concebido como una esfera estrecha que en su cara interior estaba llena de cuchillas del tamaño de un dedo pulgar. Una vez que la muchacha estuvo en el interior, la levantaron con la ayuda de una polea y la sostuvieron a unos tres metros de altura. La joven intentó evitar cortarse con las cuchillas, pero Dorottya movía constantemente la cuerda que sostenía la jaula, haciéndola caer sobre las puntas filosas, que la clavaban una y otra vez.
Luego, algo aún más extraño y espeluznante ocurrió: la condesa Elizabeth se dispuso bajo la jaula de tortura y abriendo los brazos dejó que su túnica blanca se manchara con la sangre de la joven agonizante. También en varias oportunidades abrió la boca y sorbió el líquido rojo, que trago con gusto. Sus criadas se reían a carcajadas, mientras Dorottya seguía moviendo la cuerda y Helena se acercaba a Elizabeth, para desnudarla lentamente y besar sus labios, que estaban mas rojos y más hermosos que nunca”.

De este modo ocurrió, si es que la historia no distorsiona sus detalles, uno de los últimos asesinatos de Elizabeth Báthory de Ecsed, también conocida como Isabel o Erzsébet, en húngaro. La aparición de la niña malherida en medio de la villa, y la posterior captura de las sirvientas de Elizabeth, horrorizó al pastor de la comarca, que la denunció ante el Rey Mátyás de Hungría a través de una curia clerical. Ya viuda y sin un ejército que defendiera sus extensos dominios, Elizabeth fue un blanco fácil de sus enemigos, que ambicionaban anexionarse su feudo. Uno de ellos fue el conde Jorge Thurzó, que finalmente se apoderó del castillo el 30 de diciembre de 1610, sin encontrar ninguna oposición.

“Con mis tropas hemos subido por la colina de Csejte, hemos dejado los pertrechos de asedio más pesados en la guarnición del bosque, porque sabemos que no encontraremos una fuerte oposición. No se avista ningún tipo de infantería o arquería en los muros. Cuando franqueamos la entrada no había ninguna guardia, el lugar apestaba a una muerte de mil demonios y lo primero que vimos fue a una sirviente desangrándose en el cepo del patio, que ni fuerza para sollozar tenía y que no podía moverse por tener los huesos rotos. Algunos de los hombres se sonrieron, creyendo que la condesa había desatado la furia por su inminente captura en una pobre desdichada. Más luego, al ingresar al interior, nos encontramos con una mujer desangrada en el salón y otra que aún estaba viva, aunque le habían perforado los brazos y las piernas. Por las quemaduras en las heridas, pareciera que habían utilizado fierros ardientes, oh dios.
Buscando en las mazmorras mis hombres se toparon con un cuadro, que al verlo yo, hizo que me santiguara y que pidiera al Santo Dios por mi alma. Hasta el infierno sentiría envidia de lo que allí había: casi una veintena de muchachas yacían en el más fétido de los aires, carcomidas por las ratas. Respiraban aún, casi ya sin sangre, que se les había escapado por las infinitas laceraciones que tenían en sus cuerpos. Cuando las arrastramos hacia la luz del salón principal vimos como su desnudez no dejaba ni un solo rincón sin una línea de cicatriz, malamente trazada por algún filo oxidado.
Al subir a la torre de homenaje, en la habitación principal, hallé a la pérfida Erzsébet de pie junto a sus aposentos, rodeada de sus principales sirvientes que, al verme, se arrojaron a mis pies y pidieron clemencia, sollozando. Erzsébet no se inmutó y se quedó mirando por la ventana. La tenue luz de la tarde me dejó ver su rostro por un momento y la encontré increíblemente bella”.

Este testimonio -según como ha llegado a nuestros días, luego de las deformaciones de las traducciones y las malas transcripciones- fue dado por el conde Jorge Thurzó, primo y enemigo de Elizabeth, a quien el rey le dio autoridad para arrestarla y quedarse con una parte de sus tierras y propiedades. En la requisa del castillo se exhumaron los cuerpos de más de 70 muchachas, también se halló una gran cantidad de cenizas, que seguramente correspondía a los cuerpos que día a día iban quemando. En el diario íntimo de la condesa se encontraron todos los detalles de sus atrocidades, narrados con todo lujo de detalle. Se contabilizaron en esas hojas un total de 612 jóvenes torturadas y asesinadas. También narraba las relaciones sexuales que mantenía con sirvientes de ambos sexos, contando en varias ocasiones como mordía salvajemente a algunas de sus amantes. Aunque llegó a beberla, lo habitual para Báthory, en realidad, era bañarse en sangre.
Mucho se ha especulado sobre la vida y la crueldad de Elizabeth Báthory, que la leyenda llama “la condesa sangrienta”, considerada como la más grande asesina de mujeres de la historia. En casi todos los casos documentados sobre asesinos seriales se trata de hombres obsesionados con matar mujeres, y es paradójico que el más terrible asesino serial sea una mujer. Mucho se ha hablado sobre el por qué de la necesidad obsesiva de Báthory por la sangre, aunque han sido numerosas las especulaciones psicoanalíticas, el indicio más fuerte para entender un poco las macabras imaginaciones de Elizabeth lo hallamos en este pasaje:
“Una tarde, mientras una de sus sirvientas adolescentes la estaba peinando le dio involuntariamente un tirón de pelos. La condesa reaccionó reventándole la nariz de un fuerte bofetón. Era habitual en la nobleza de la época azotar a sus sirvientes por faltas como esta, pero Elizabeth parecía haberse contentado con este golpe. Sin embargo, una gota de sangre de la joven salpicó la piel de Báthory y a ella le pareció que donde había caído desaparecían las arrugas y su piel recuperaba la lozanía juvenil. La condesa tenía en ese momento 44 años y hacía tiempo que estaba afligida porque su belleza se apagaba irremediablemente. Fascinada por su descubrimiento, entendió que esa muchacha podía suministrarle la solución a la vejez y evitar que su belleza siguiera corrompiéndose. Así fue como Elizabeth mandó a sus sirvientes que desnudaran a la muchacha, le hicieran un corte en el cuello y llenaran un barreño con su sangre. La condesa se bañó en esa tina y creyó así recuperar su juventud. Al menos por esa noche”.
La figura literaria se presume de los más metafórica y muestra hasta donde puede llegar el miedo de la mujer a perder su belleza, su bien más preciado. Pero la parábola se aplica también al hombre en general, que en su ontológico miedo a la muerte se aferra a la belleza física para negar -todo el tiempo que le sea posible- la corrupción del cuerpo y el irremediable advenimiento de la vejez y la muerte. Elizabeth era una sádica enferma, seguramente, pero su brutalidad no era muy diferente a la de la nobleza de la edad feudal y de toda la antigüedad, que sabiéndose dueños de las tierras y de todas las almas que las habitaran, disponían de sus siervos como si se tratara de animales, maltratándolos a su antojo. En la época era común castigar cruelmente a los súbditos de las maneras más espantosas ante las faltas más leves.
Pero la vida de Elizabeth Báthory se nos muestra como algo revelador si entendemos que el hombre, a lo largo de la historia, se ha visto impulsado por su inconsciente miedo a la vejez a todo tipo de actos compulsivos, regresivos o simplemente bestiales. El problema que todos tenemos es el mismo de la condesa: no aceptamos el paso irremediable del tiempo y los efectos sobre nuestra propia existencia.
Es posible ver en algunos fenómenos de la cultura, y de la cultura de masas en particular, evidencias de comportamientos psicológicos alterados por ese miedo primigenio a la muerte. Basta con sólo ver a las miles de personas apelotonadas frente a los escaparates de cualquier centro comercial, recorriendo exaltadas las tiendas, fascinadas como niños que sueltan en una fábrica de golosinas. ¿Qué más se esconde en esa fascinación por la belleza de la moda? quizá no sea la simple acumulación de objetos por comodidad, lujo, status o búsqueda de reconocimiento social, sino que nuestra necesidad de poseerlos responde a un reemplazo simbólico y la necesidad de suplir nuestras propias carencias. Compramos prendas para lucirnos, pero también para ocultarnos y para tapar nuestros defectos. Cuanto más viejas se hacen las mujeres ricas más empiezan a ostentar su riqueza: “mirad mis joyas, pero no miréis mi rostro”.
El terror a la muerte acecha en cada escaparate brillante con el cartel de “novedad”, en cada prenda de moda que se compra cada fin de semana, para “verse como nueva, cada vez”, en las colección de los diseñadores que se renuevan, mes a mes, porque la razón de ser de la moda es la renovación constante, ser “joven siempre”. Quizá Báthory desarrolló a su manera ese mecanismo perverso de la moda… En el fondo ella sabía que, más allá de todo ocultismo y alquimia, la sangre de sus víctimas no le devolvería la belleza que estaba perdiendo junto con su juventud. Pero al menos la aliviaba. Porque sus víctimas siempre eran mujeres jóvenes que tenían lo que ella jamás podría volver a tener, ni con todo el oro del mundo. El sacrificio tortuoso de esas niñas le ofrecía a sus ojos envidiosos el espectáculo de la eterna juventud, porque lo que ella quería era evitar la corrupción de la vejez y con su brutalidad lo que hacía era cortar con ese ciclo decadente. Mediante sus crímenes constantes ella construyó un mundo sin corrupción, basado en la muerte claro, pero sin vejez.
Lo mismo sucede con la moda. Todo a nuestro alrededor se dispone como una lluvia de estrellas fugaces, es irreal, pero a la gente le gusta ver ese espectáculo de continua renovación, no quiere ver un fuego que se va consumiendo lentamente, quiere algo que brille y desaparezca, para ser reemplazado por otro similar, que brilla también. Así es como recordamos a las estrellas fugaces, jóvenes, hermosas y efímeras.

Igual que las víctimas de Elizabeth Báthory.

La cultura de nuestro tiempo funciona del mismo modo que las orgías de sangre de la condesa, en un desperdicio ostentoso de energía, en el malgasto de materiales, en un despilfarro de vidas, en la necesidad constante y compulsiva de tener lo nuevo, de devorar la juventud, de consumir destellos. La cultura se ha transformado en una enorme pirotecnia, que en cada explosión genera el asombro, el regocijo, la emoción y la exaltación, o cualquier otra cosa que no haga recordar nuestro miedo acechante: nuestro terror a la muerte.
Disfrutamos de esa ebullición de la novedad, a la que esperamos con el mismo anhelo con el que Elizabeth esperaba que Dorottya y Helena le trajeran nuevas víctimas. Asistimos día a día al sacrificio de las vírgenes, a la multiplicación por cualquier medio, canal o soporte concebible, de ese sacrificio de la vida, la de los otros, cuya muerte nos alivia, para que podamos disfrutar del olvido de nuestra propia corrupción. La pérdida de la belleza. La inevitable llegada de la muerte.

“A principios del siglo XVII la ley húngara impedía que una noble fuese procesada por sus crímenes. Luego del juicio, todos los colaboradores de Elizabeth fueron decapitados, a excepción de Dorottya, Helena y otras dos de sus asistentas más cercanas, que fueron acusadas de brujas y se les arrancaron los dedos con tenazas al rojo vivo y las quemaron vivas. La condesa fue encerrada en 1612 en la mazmorra del castillo, donde los albañiles sellaron puertas y ventanas, dejando tan sólo un pequeño orificio para pasar la comida. El 21 de agosto de 1614 uno de los carceleros la vio inmóvil en el suelo, boca abajo. Rompieron las paredes de su oscuro encierro y levantaron su cuerpo. Aunque había cumplido recientemente 55 años, fueron muchos los que afirmaron que su piel parecía la de una mujer muchos años más joven”…




Rodrigo Conde

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