Apología a las drogas



Cuando era apenas un adolescente, en mis primeras recorridas solo por la gran ciudad, solía perderme entre la multiplicidad cuadrangular de Buenos Aires y deambulaba tratando de encontrar alguna calle, distrayéndome a cada paso con las vidrieras, las fachadas de los edificios y -sobre todo- la belleza de las mujeres. Entre el centenar de personas que atestaban las peatonales, a cada minuto surgía alguna mujer destacándose entre el resto, gracias a una mirada seductora, un cuerpo cautivante o algún que otro atractivo difícil de definir y evitar. Adoraba perderme de ese modo, entre tanta belleza azarosa, entre tanta poesía anónima, que no me pertenecía, pero que me era lícito contemplar. 
Con el tiempo fui haciéndome adicto a esas caminatas de voyeur y cualquier excusa era buena para perderme en la ciudad. Primero fui descubriendo drogas sutiles: El viento con olor a río, casas antiguas y enormes, un parque con muchos niños riendo a carcajadas, una buena canción de rock, los tintes del vino al caer en una copa de cristal, el abrazo y la euforia de un gol, la risa contagiosa de los amigos, el amanecer cuando cierran los bares…  Con los años me di cuenta que la vida está llena de drogas y que yo soy un adicto incurable. 
Pero como todo adicto, cada vez necesitaba dosis más fuertes, ya no me alcanzaba solamente con ver, con ser testigo de la belleza. Ya el arte, la música o la literatura no cubrían mi dosis de placer, necesitaba drogas más fuertes. Así fue como me hundí en la ciudad, en sus veredas repletas de gente, sus calles oscuras, sus bares llenos de humo, sus rincones extraños, sus hoteles… La ciudad me atrapó por completo y terminé siendo un adicto a sus placeres, necesitándolos del mismo modo que un drogadicto necesita su cocaína. 
Las mujeres se convirtieron, entonces, en las más preciadas e inagotables proveedoras de drogas; y yo viví, durante mucho tiempo, perdido en la ciudad, probando las drogas más intensas y hermosas. Fui feliz, creyendo que no había nada mejor y que había encontrado la fuente de la felicidad.
Pero un día, sin buscarlo, probé una droga aún más fuerte que todas las demás, más poderosa que el placer más intenso. En mi vida he probado muchas drogas, pero tengo que reconocerlo: no hay mejor droga que amar a una mujer. Una vez que pruebas lo que es amar todas las demás drogas te parecen poca cosa. 
Quizá haya sido un castigo, pero desde que he probado esa droga los demás placeres ya no me sacian, ahora ando por la ciudad enloquecido como un drogadicto en abstinencia… No sé si podré vivir sin volver a probar esa droga, lo peor es que no creo que valga la pena vivir así.



Rodrigo Conde

Comentarios

  1. Me gustó mucho como relataste tu adicción. En mayor o menor medida todos hemos sido voyeurs e intentado ser algo más.
    Un abrazo.
    Nedda

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